Creo que las neuronas espejo tienen algo que ver en la construcción de nuestra imagen como individuos a partir de la comparación con los otros. Si bien algunos científicos han especulado sobre la posibilidad de que las neuronas espejo sean la base de la ética social en virtud de un hecho biológico como la observación y el reflejo condicionado a repetir el acto que también llegara a beneficiar en algún momento al sujeto caritativo que lo realiza; yo si quisiera resaltar que más que nada la observación de los demás puede ser la base de la comparación y también como no, de aquel pecado capital tan común: la envidia.
Pecado capital porque según San Gregorio Magno, la envidia también da origen a otros muchos pecados más (no tengo muy claro cuáles podrían ser pero me imagino que la envidia puede originar el robo del objeto envidiado, siendo este un pecado adicional, o causarle daño al envidiado, otro pecado mas, en fin la enumeración podría ser infinita en virtud del principio de asociación y como ejemplo de creatividad en ese sentido podemos referirnos a las villanas envidiosas de telenovela que bien saben cómo multiplicar el pecado de la envidia).
Lo sorprendente es que hasta la envidia tiene clasificaciones, si uno mira en wikipedia encontrara que hay dos tipos de envidia, la primera que es envidia por el bienestar del otro (bastante general) y la envidia por los objetos del otro (caso particular). Pero si hay que reconocer que en ambas situaciones el envidioso se reconcome y sufre como un condenado mientras el envidiado ni se entera, así es la vida, injusta.
Independientemente del debate filosófico sobre el tema, si creo que cuando miramos nuestra vida con estos ojos de siempre, viéndonos en nuestras puerilidades cotidianas sin heroísmo, nuestras alegrías básicas tan vitales, nuestras victorias pírricas en el trabajo o en discusiones insustanciales, en los errores por nuestras inseguridades e inmadurez (aunque uno ya se encuentre en los 30s largos), en esos momentos tendemos a buscar lo que nos falta mirando hacia afuera, hacia el otro, comparándonos. La comparación puede llegar a darnos duro, porque nunca tendremos lo que tiene el otro, por obvias razones claro, porque precisamente no somos el otro. Sumándole el hecho de que nuestra opinión sesgada por naturaleza solamente nos permite ver al otro bajo la imagen editada carente de cotidianidad. Es decir que ese vecino de la casa grande, o la amiga realizada en su trabajo, o el pariente con la familia modelo de comercial de Coca- Cola (especialmente los de navidad) también son sujetos que añoran cosas que desconocemos, también padecen la asfixia diaria del sin sentido y de la pregunta inacabada sobre qué hacer con esa promesa de potencialidad que somos y que cada día dejamos de ser.
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Si. Nos comparamos con el otro, como si el otro fuera una persona. Resulta que el otro es el agregado de las cosas de los otros que envidiamos. Y así, por una operación del intelecto, unimos esos deseos y se los entregamos a un solo individuo, el otro. Pero el otro no existe. Es un otro diseminado en todos los otros, en los demás, en lo demás. Deberíamos decir, entonces, yo y lo demás. Y cuando uno habla de lo demás, asiste a la diseminación de lo envidiado. Y se siente un poco mejor, para qué.
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